miércoles, 19 de septiembre de 2012

La Restauración de la República Dominicana.


La Restauración de la República Dominicana.
Fuente; conferencia  pronunciada por Marino  Lebrón Saviñon, en el acto que la Asociación de Intelectuales de América, en agosto de 1949, celebró la Restauración de la República Dominicana, Buenos Aires, Argentina, agosto de 1949.
“Ningún pueblo del orbe  más belicoso que el dominicano”, apunto en su conocida Historia de América el distinguido historiógrafo español don Nicolás de Estevánez. Imponente verdad que hoy viene a mis recuerdos, cuando es este “Circulo de Intelectuales” se evoca la Restauración de mi patria. Es una Isla pequeña, lucero en el Caribe, íntimo y hermoso, con el prestigio de un clima maravilloso y el legado de un Sol de encantos.
Pero esa tierra, pequeña y bella, otrora foco irradiador de la luz a todo el continente, como una reina altiva, magnifica y serena, lleva en su frente soberana corona de gloria, porque más de mil veces, pasto de codicias e imán de desenfrenadas ambiciones, se estremeció al peso  oprimente de la exótica invasión, pero surgiendo más pura y noble,  cuando más al polvo la quisieron hacer rodar.
Es que  hay pueblos que surgen a la vida con el gigante esplendor de un magnifico destino. Es porque da hombres que, como aquéllos legendarios de los grandes poemas, fatigan los clarines de la gloria.
Tal el nuestro. La República Dominicana, es  digna de un pedestal en cada corazón, porque, amorosa de la libertad, se empino sobre  la cumbre de Bolívar, ascendió la cima  de San Martín, y lanzando su mirada luminosa sobre el dilatado horizonte de sus rutas, desplegó sus alas poderosas hasta el azul sereno donde el cóndor  caudal de la leyenda quiso encumbrar su  regio nido.
En sus playas rodó el inglés cuando al empuje arrollador de Juan de Morfa y Damián del Castillo, se frustraron los planes  del férreo dictador que un día hiciera rodar la empinada cabeza de un monarca. Y  en Palo Hincado los franceses probaron el acibarado licor de la derrota cuando Juan Sánchez Ramírez venciera a las triunfantes huestes con que el  corso inmortal quiso plantar sus estandartes victoriosos en la  tierra feraz de las Antillas.
Y un 27 de  febrero en 1844, nació a la vida de los pueblos libres, cuando Sánchez y Mella, los discípulos de Duarte, el Inmaculado, proclamaron la separación  del pueblo haitiano.
Más La traición, que siempre está en acecho, no dormía. Y  un día, el 18 de marzo de 1861, la patria bien amada se encontró conducida por  el cayado de exótico pastor. Era España, que recibía el premio de su integridad para su hija primogénita, con vítores a la  reina Isabel II, y  enarbolándose,  ¡oh irrisión!, en  el mismo baluarte donde afana tremola  nuestra enseña tricolor, la bandera española
¿Qué estremecimiento de honor, qué grito poderoso surgió entonces de la enlutada entraña de la Patria? La  Patria estaba herida, más no muerta, que apenas que apenas a mes y medio del día trágico, se levantó el pendón de la revolución. Ahogado  en sangre el temerario intento, el exacerbado  patriotismo responde una vez más, para el sacrificio de una legión de héroes, quienes, con su sangre, van a postrarse al templo de la Fama.
Y el momento  fatal llega. Dejadme, amigos de América, en esta hora de amor evocar la figura de Francisco del Rosario Sánchez, ese  glorioso paladín, héroe de nuestra Independencia, que proclamara, enfático y gallardo: “Yo soy la Bandera Nacional; dejadme  evocar, rota mi alma por el dolor, el martirio de ese abnegado paladín,  que al morir agigantó aún más  su elevada estatura de héroe americano.
Cuando al destierro forzoso del héroe llegaron  los  lamentos de la patria esclavizada, sintió una profunda desgarradora de angustia, y el  hombre que años antes dieras el grito de Independencia, se apresuró a regresar a proclamarla libre de una vez más. Pero  el dragón del crimen no dormía. Estaba sobre su  cumbre  maldita en actitud de acecho.
Traicionado el héroe, fue vendido, y  juzgado y  condenado a muerte. El martirio fue. Y el hombre que en el  juicio proclamara para sí  toda  la culpa,  junto con un grupo de patriotas, que no quiso abandonarlo en la hora del peligro, cayó frente al piquete de fusilamiento, envuelto en la bandera.
Ha caído el héroe.  Fueron balas ciegas. La pólvora frenética ardió  con medio, la tierra generosa recogió su sangre. ¡Ah, señores! ¡Vano afán el de ese crimen! Se  quiso apagar con un crimen la Libertad. Pero, ¿es  que  sangre tan alta en  vano? No, no, no. En los campos de la patria ha de rugir el tremendo león de  las batallas.
Nuevos nombres se erguirán  sobre  pedestales de fama. Santiago,  Puerto Plata, Moca, como otrora  Numancia,  Sagunto y  Zaragoza, arderán  y,  convertidas en ruinas, alejarán atónitas  las huestes españolas. Monción, Pimentel, Salcedo y Luperón, el tremendo centauro de las batallas, serán gigantes, que entres ruinas  y sobras, fatigarán sin  término a la Historia.
Sobre  la sangre de los mártires del Cercado levantará la patria sus laureles. Y es que la sangre del héroe es abono fecundo. Es  sangre que se levanta en montaña, rueda por los ríos de causes tumultuosos, se precipita en alud;  corre, terrible y  encendida; busca la red de nuevas venas;  ruge y canta. Canta, canta… Sánchez cayó para  que se  levantara, inmortal y grande, la patria herida. Todavía  un poeta. Eugenio Perdomo, ha de  seguir  sus huellas.
Pero el héroe del Conde, el mártir del Cercado, sigue alentando. Él era la bandera, y ondeó en Capotillo, ardió en Santiago, acarició la  frente de Luperón: ¡ No se ahoga con un crimen la Libertad!. Allí está. Mirad nuestras hermosas realidades de hoy. Patria ubérrima y grandiosa la mía.
 Mirad, amigos de América, mirad sus erguidas cimas; oíd el canto de sus poetas, el rumor de sus fuentes, la danza de sus espigas el llano de sus niños, el vagido de amor de la maternidad feliz. Allí  está mi patria, en el Caribe; corazón geográfico  de América. Allí  está mi patria, grande y sola y rica,  contra el huracán,  contra la furia de los odios;  limpia y pura a la sombra de las indiferencias; tierra de promisión, puerto abierto al amor y a las grandezas. En cada pecho un  santuario Señores:
Dejad que  se quiebre mi voz. No no llega la palabra oportuna. Nuestros héroes están más altos que la gloria. Los mártires de la libertad americana algún día  hablaran con Dios.

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